Natividad de la Virgen María

Segun la Mística española, la Venerable Madre María de Jesús de Agreda

De su libro "Ciudad Mística de Dios"

Venerable María de Jesús Agreda
Venerable María de Jesús Agreda

Del nacimiento dichoso de María Santísima y Señora Nuestra; los favores que luego recibió de mano del Altísimo; y cómo la pusie­ron el nombre en el cielo y tierra. 

 

326.   Llegó el día alegre para el mundo del parto felicísimo de Santa Ana y nacimiento de la que venía a él santificada y consagra­da para Madre del mismo Dios. Sucedió este parto a los ocho días de septiembre, cumplidos nueve meses enteros después de la con­cepción del alma santísima de nuestra Reina y Señora. Fue preve­nida su madre Ana con ilustración interior, en que el Señor le dio aviso cómo llegaba la hora de su parto. Y llena de gozo del Divino Espíritu atendió a su voz; y postrada en oración pidió al Señor la asistiese su gracia y protección para el buen suceso de su parto. Sintió luego un movimiento en el vientre, que es el natural de las criaturas para salir a luz; y la más que dichosa niña María al mis­mo tiempo fue arrebatada por Providencia y virtud Divina en un éxtasis altísimo, en el cual absorta y abstraída de todas las opera­ciones sensitivas nació al mundo sin percibirlo por el sentido; como pudiera conocerlo por ellos, si junto con el uso de razón que tenía, los dejara obrar naturalmente en aquella hora; pero el poder del Muy Alto lo dispuso en esta forma, para que la Princesa del cielo no sintiese lo natural de aquel suceso del parto. 

 

327.   Nació pura, limpia, hermosa y llena toda de gracias, pu­blicando en ellas que venía libre de la ley y tributo del pecado; y aunque nació como los demás hijos de Adán en la sustancia, pero con tales condiciones y accidentes de gracias, que hicieron este naci­miento milagroso y admirable para toda la naturaleza y alabanza eterna del Autor. Salió, pues, este divino lucero al mundo a las doce horas de la noche, comenzando a dividir la de la antigua ley y primeras tinieblas del día nuevo de la gracia, que ya quería ama­necer. Envolviéronla en paños y fue puesta y aliñada como los de­más niños la que tenía su mente en la Divinidad, y tratada como párvula la que en sabiduría excedía a los mortales y a los mismos Ángeles. No consintió su madre que por otras manos fuese tratada entonces, antes ella por las suyas la envolvió en las mantillas, sin embarazarle el sobreparto; porque fue libre de las pensiones one­rosas que tienen de ordinario las otras madres de sus partos.

 

328.   Recibió Santa Ana en sus manos a la que, siendo hija suya, era juntamente el tesoro mayor del cielo y tierra en pura criatura, sólo a Dios inferior y superior a todo lo criado; y con fervor y lágrimas la ofreció a Su Majestad, diciendo en su interior: Señor de infinita sabiduría y poder, Criador de todo cuanto tiene ser; el fruto de mi vientre, que de vuestra bondad he recibido, os ofrezco con eterno agradecimiento de que me le habéis dado, sin poderlo yo merecer. De hija y madre haced a vuestra voluntad san­tísima, y mirad nuestra pequeñez desde lo alto de vuestra silla y grandeza. Eternamente seáis bendito, porque habéis enriquecido al mundo con criatura tan agradable a vuestro beneplácito y porque en ella habéis preparado la morada y tabernáculo (Sab., 9, 8) para que viva el Verbo Eterno. A mis santos padres y profetas doy la enhorabuena, y en ellos a todo el linaje humano, por la segura prenda que les dais de su redención. Pero ¿cómo trataré yo a la que me dais por hija, no mereciendo ser su sierva? ¿Cómo tocaré la verdadera arca del testamento? Dadme, Señor y Rey mío, la luz que necesito para saber vuestra voluntad, y ejecutarla en agrado vuestro y servicio de mi hija.

 

329.   Respondió el Señor a la Santa Matrona en su interior, que tratase a la divina niña como madre a su hija en lo exterior, sin mostrarle reverencia, pero que se la tuviese en lo interior; y que en su crianza cumpliese con las leyes de verdadera madre, cuidando de su hija con solicitud y amor. Todo lo cumplió así la feliz madre; y usando de este derecho y licencia, sin perder la reverencia debida, se regalaba con su Hija Santísima, tratándola y acariciándola como lo hacen las otras madres con las suyas, pero con el aprecio y aten­ción digna de tan oculto y divino sacramento como entre hija y madre se encerraba. Los Ángeles de Guarda de la dulce niña con otra gran multitud la adoraron y reverenciaron en los brazos de su ma­dre y la hicieron música celestial, oyendo algo de ella la dichosa Ana; y los mil Ángeles señalados para la custodia de la gran Reina se le ofrecieron y se dedicaron para su ministerio; y fue esta la primera vez que la divina Señora los vio en forma corpórea con las divisas y hábito que diré en otro capítulo (Cf. infra n. 361ss); y la niña les pidió que alabasen al Altísimo con ella y en su nombre.

 

330.   Al punto que nació nuestra Princesa María, envió el Altí­simo al santo Arcángel Gabriel para que evangelizase a los Santos Padres del limbo esta nueva tan alegre para ellos; y el embajador celestial bajó luego, ilustrando aquella profunda caverna y alegran­do a los justos que en ella estaban detenidos. Anuncióles cómo ya comenzaba a amanecer el día de la felicidad eterna y reparación del linaje humano, tan deseado y esperado de los Santos y pre­nunciado de los Profetas, porque ya era nacida la que sería Madre del Mesías prometido; y que verían luego la salud y la gloria del Altísimo. Y dioles noticia el Santo Príncipe de las excelencias de María Santísima y de lo que la mano del Omnipotente había co­menzado a obrar en ella, para que conocieran mejor el dichoso principio del misterio que daría fin a su prolongada prisión; con que se alegraron en espíritu todos aquellos Padres y Profetas, y los demás justos que estaban en el limbo, y con nuevos cánticos alaba­ron al Señor por este beneficio.

 

331.   Habiendo sucedido en breve tiempo todo lo que he dicho en que nuestra Reina vio la luz del sol material, conoció con los sentidos a sus padres naturales y otras criaturas, que fue el primer paso de su vida en el mundo en naciendo. El brazo poderoso del Altísimo comenzó a obrar en ella nuevas maravillas sobre todo el pensamiento de los hombres; y la primera y estupenda fue enviar innumerables Ángeles para que a la electa para Madre del Verbo eterno la llevasen al cielo empíreo en alma y cuerpo (Cf. infla n. 339-344) para lo que el Señor disponía. Cumplieron este mandato los Santos Príncipes y, recibiendo a la niña María de los brazos de su madre Santa Ana, ordenaron una nueva y solemne procesión, llevando con cánticos de incomparable júbilo a la verdadera arca del Nuevo Testamento, para que por algún espacio estuviese, no en casa de Obededon, mas en templo del sumo Rey de los reyes y Señor de los señores, donde después había de ser colocada eternamente. Y este fue el segundo paso que dio María Santísima en su vida, desde el mundo al supre­mo cielo.

 

332. ¿Quién podrá dignamente engrandecer este maravilloso pro­digio de la diestra del Omnipotente? ¿Quién dirá el gozo y admi­ración de los espíritus celestiales, cuando miraban aquella tan nueva maravilla entre las obras del Altísimo y con nuevos cánticos la celebraban? Allí reconocieron y reverenciaron a su Reina y Señora escogida para Madre del que había de ser su Cabeza, y que era la causa de la gracia y de la gloria que poseían, pues Él se la había granjeado con sus méritos previstos en la Divina aceptación. Pero ¿qué lengua o qué pensamiento de los mortales puede entrar en el secreto del corazón de aquella niña tan tierna en el suceso y efec­tos de tan peregrino favor? Dejólo a la piedad católica, y mucho más a los que en el Señor lo conocerán, y nosotros cuando por su misericordia infinita llegaremos a gozarle cara a cara.

 

333.   Entró la niña María en manos de los Ángeles en el Cielo empíreo y, postrada con el afecto en la presencia del trono real del Altísimo, sucedió allí —a nuestro entender— la verdad de lo que antes se hizo en figura, cuando entrando Betsabé en presencia de su hijo Salomón, que desde su trono juzgaba al pueblo de Israel, se levantó de él y recibiendo a su madre la magnificó y honró, dán­dola asiento de reina a su lado (3 Re., 2, 19). Lo mismo hizo y más gloriosa y admirablemente la Persona del Verbo Eterno con la niña María que para Madre había escogido, recibiéndola en su trono y dándole a su lado la posesión de Madre suya y Reina de todo lo criado, aunque se hacía ignorando ella la dignidad propia y el fin de tan inefables misterios y favores; mas para recibirlos fueron sus flacas fuerzas confortadas con la virtud Divina. Diéronsele nuevas gracias y dones con que sus potencias respectivamente fueron elevadas; y las interiores, sobre nueva gracia y luz con que fueron preparadas, las elevó y proporcionó Dios con el objeto que sele había de mani­festar; y dando el lumen necesario desplegó su Divinidad y se la manifestó intuitiva y claramente en grado altísimo; siendo esta vez la primera que aquella alma santísima de María vio a la Beatísima Trinidad con visión clara y beatífica.

 

334.   De la gloria que en esta visión tuvo la niña María, de los sacramentos que le fueron revelados de nuevo, de los efectos que redundaron en su alma purísima, sólo fue testigo el Autor de tan inaudito milagro, y la admiración de los Ángeles que en él mismo conocían algo de este misterio. Pero estando la Reina a la diestra del Señor que había de ser su Hijo, y viéndole cara a cara, pidió más dichosamente que Betsabé que diese la intacta Sunamitis Abisag (3 re., 2, 21), que era su inaccesible Divinidad, a la humana naturaleza su propia hermana, y cumpliese la palabra bajando del cielo al mundo y celebrando el matrimonio de la unión hipostática en la Persona del Verbo, pues tantas veces la había empeñado con los hombres por medio de los Patriarcas y Profetas antiguos; pidióle acelerase el remedio del linaje humano que por tantos siglos le aguardaba, multiplicándose los pecados y pérdidas de las almas. Oyó el Altísimo esta petición de tanto agrado y prometió a su Madre, mejor que Salomón a la suya, que luego desempeñaría sus promesas y bajaría al mundo tomando carne humana para redimirle.

 

335.   Determinóse en aquel consistorio y tribunal divino de la Santísima Trinidad de dar nombre a la niña Reina; y como ninguno es legítimo y propio sino el que se pone en el ser inmutable de Dios, que es donde con equidad, peso, medida e infinita sabiduría se dispensan y ordenan todas las cosas, quiso Su Majestad po­nérsele y dársele por sí mismo en el cielo; donde manifestó a los espíritus angélicos, que las tres divinas personas habían decretado y formado los dulcísimos nombres de Jesús y María, para Hijo y Madre de ab initio ante saecula, y que en todas las eternidades se habían complacido con ellos y tenídolos grabados en su memoria eterna y presentes en todas las cosas que habían dado ser, porque para su servicio las criaban. Y conociendo estos y otros muchos mis­terios los Santos Ángeles, oyeron una voz del trono que decía en Persona del Padre Eterno: María se ha de llamar nuestra electa, y este nombre ha de ser maravilloso y magnífico; los que le invoca­ren con afecto devoto recibirán copiosísimas gracias; los que le es­timaren y pronunciaren con reverencia serán consolados y vivifi­cados; y todos hallarán en él remedio de sus dolencias, tesoros con que enriquecerse, luz para que los encamine a la vida eterna. Será terrible contra el infierno, quebrantará la cabeza de la serpiente y alcanzará insignes victorias de los príncipes de tinieblas.—Mandó el Señor a los espíritus angélicos que evangelizasen este dichoso nombre a Santa Ana, para que en la tierra se obrase lo que se ha­bía confirmado en el cielo. La niña divina, postrada con el afecto ante el trono, rindió agradecidas y humildes gracias al ser eterno y con admirables y dulcísimos cánticos recibió el nombre. Y si se hubieran de escribir las prerrogativas y gracias que le conce­dieron, fuera menester libro aparte de mayores volúmenes. Los Santos Ángeles adoraron y reconocieron de nuevo en el trono del Altísimo a María Santísima por Madre del Verbo futura y por su Reina y Señora; y veneraron el nombre, postrándose a la pronun­ciación que de él hizo la voz del Eterno Padre que salía del trono, y particularmente los que le tenían por divisa en el pecho; y todos dieron cánticos de alabanza por tan grandes y ocultos misterios; ignorando siempre la niña Reina la causa de todo lo que conocía, porque no se le manifestó la dignidad de Madre del Verbo Humanado hasta el tiempo de la Encarnación. Y con el mismo júbilo y reverencia la volvieron a poner en los brazos de Santa Ana, a quien se le ocultó también este suceso y la falta o ausencia de su hija; porque en su lugar suplió uno de los Ángeles de Guarda, to­mando cuerpo aéreo para este efecto; y a más de esto, mucho tiem­po, mientras la niña divina estuvo en el cielo empíreo, tuvo su madre Ana un éxtasis de altísima contemplación y en él, aunque ignoraba lo que se hacía en su niña, le fueron manifestados grandes misterios de la dignidad de Madre de Dios, para que era escogida; y la pru­dente matrona los guardó siempre en su pecho, confiriéndolos para lo que debía obrar con ella.

 

336. A los ocho días del nacimiento de la gran Reina, descen­dieron de las alturas multitud de Ángeles hermosísimos y rozagan­tes; y traían un escudo en que venía grabado brillante y resplan­deciente el nombre de María; y manifestándose todos a la dichosa madre Ana, la dijeron que el nombre de su hija era el que llevaban allí de María; que la Divina Providencia se le había dado y ordenaba que se le pusiesen luego ella y Joaquín. Llamóle la Santa, y confi­rieron la voluntad de Dios para dar nombre a su hija; y el más que dichoso padre recibió el nombre con júbilo y devoto afecto. Determinaron convocar a los parientes y a un sacerdote, y con mucha solemnidad y convite suntuoso pusieron María a la recién nacida; y los Ángeles lo celebraron con dulcísima y grandiosa música, y solas la oyeron madre e Hija santísima; con que quedó nuestra Princesa con nombre, dándosele la Santísima Trinidad en el cielo el día que nació y en la tierra a los ocho días; escribióse en el aran­cel de los demás, cuando salió su madre al templo a cumplir la ley, como se dirá (Cf. infra n. 345-360). Este fue el nuevo parto que hasta entonces ni el mundo le había visto, ni en pura criatura pudo haber otro seme­jante. Este fue el nacimiento más dichoso que pudo conocer la naturaleza, pues ya tuvo una infanta cuya vida de un día no sólo fue limpia de las inmundicias del pecado, pero más pura y santa que los supremos serafines. El nacimiento de Moisés fue celebra­do por la belleza y elegancia del niño (Ex., 2, 2); pero toda era aparente y corruptible. ¡Oh cuán hermosa es nuestra gran niña! ¡Oh cuán hermosa! Toda es hermosa y suavísima en sus delicias (Cant., 7, 6), porque tiene todas las gracias y hermosuras, sin que le falte alguna. Fue la risa (Gén., 21, 6) y alegría de la casa de Abrahán el nacimiento de Isaac pro­metido y concebido de madre estéril; pero no tuvo este parto mayor grandeza que la participada y derivada de nuestra niña Reina, a quien se encaminaba toda aquella tan deseada alegría; y si aquel parto fue admirable y de tanto gozo para la familia del Patriarca, porque era como exordio del nacimiento de María dulcísima, en éste se deben alegrar el cielo y tierra, pues nace la que ha de restaurar la ruina del cielo y santificar el mundo. Cuando nació Noé (Gén., 5, 29), se consoló Lamec su padre, porque aquel hijo sería en cuya cabeza aseguraba Dios la conservación del linaje humano por el arca y la restauración de sus bendiciones, desmerecidas por los pecados de los hombres; pero todo esto se hizo porque naciese al mundo esta niña, que había de ser verdadera Reparadora, siendo juntamente el arca mística que conservó al nuevo y verdadero Noé, y le trajo del cielo para llenar de bendiciones a todos los moradores de la tierra. ¡Oh dichoso parto! ¡Oh alegre nacimiento, que eres el mayor beneplácito de todos los siglos pasados para la Beatísima Trini­dad, gozo para los Ángeles, refrigerio de los pecadores, alegría de los justos y singular consuelo para los santos que te aguardaban en el limbo!

 

337.   ¡Oh preciosa y rica margarita, que saliste al sol encerrada en la grosera concha de este mundo! ¡Oh niña grande, que si apenas te divisan a la luz material los ojos terrenos, pero en los del Supre­mo Rey y sus cortesanos excedes en dignidad y grandeza a todo lo que no es el mismo Dios! Todas las generaciones te bendigan; todas las naciones reconozcan y alaben tu gracia y hermosura; la tierra sea ilustrada con este nacimiento; los mortales se letifiquen porque les nació su Reparadora, que llenará el vacío que originó y en que los dejó el primer pecado. Bendita y engrandecida sea vuestra dignación conmigo, que soy el más abatido polvo y ceniza. Y si me dais licencia, Señora mía, para que hable en vuestra presencia, preguntaré una duda que se me ha ofrecido en este misterio de vuestro admirable y santo nacimiento, sobre lo que hizo el Altísimo con vos en la hora que os puso en esta luz material del sol.

 

338.   La duda es: ¿cómo se entenderá que por mano de los San­tos Ángeles fuisteis llevada en cuerpo hasta el Cielo empíreo y vista de la Divinidad? Pues según la doctrina de la Santa Iglesia y sus doc­tores, estuvo cerrado el Cielo, y como entredicho para los hombres, hasta que Vuestro Hijo Santísimo le abrió con su vida y muerte y como Redentor y cabeza entró en él cuando resucitado subió el día de su admirable ascensión, siendo el primero para quien se abrieron aquellas puertas eternales que por el pecado estaban cerradas.

      

Respuesta y doctrina de la Reina del cielo.

 

339. Carísima hija mía, verdad es que la Divina justicia cerró a los mortales el Cielo por el primer pecado, hasta que mi Hijo San­tísimo le abrió, satisfaciendo con su vida y muerte sobreabundantemente por los hombres. Y así fue conveniente y justo que el mismo Reparador, que como cabeza había unido a sí mismo los miembros redimidos y les abría el cielo, entrase en él primero que los demás hijos de Adán. Y si él no hubiera pecado, no fuera necesario guar­dar este orden para que los hombres subieran a gozar de la Divini­dad en el Cielo empíreo; pero vista la caída del linaje humano, de­terminó la Beatísima Trinidad lo que ahora se ejecuta y cumple. Y este gran misterio fue el que encerró David en el salmo 23, cuan­do, hablando con los espíritus del cielo, dijo dos veces: Abrid, prín­cipes, vuestras puertas, y levantaos, puertas eternales, y entrará el Rey de la gloria (Sal., 23, 7-9). Dijo a los Ángeles que eran puertas suyas porque sólo para ellos estaban abiertas, y para los hombres mortales estaban cerradas. Y aunque no ignoraban aquellos cortesanos del cielo que el Verbo Humanado les había ya quitado los candados y cerraduras de la culpa, y que subía rico y glorioso con los despojos de la muer­te y del pecado, estrenando el fruto de su pasión en la gloria de los Santos Padres del limbo que llevaba en su compañía; con eso se introducen los Santos Ángeles, como admirados y suspensos de esta maravillosa novedad, preguntando: ¿Quién es este Rey de la glo­ria (Sal., 23, 8), siendo hombre y de la naturaleza de aquel que perdió para sí y para todo su linaje el derecho de subir al cielo?

 

340.   A la duda se responden ellos mismos, diciendo que es el Señor fuerte y poderoso en la batalla y el Señor de las virtudes, Rey de la gloria (Ib.). Que fue como darse ya por entendidos de que aquel hombre que venía del mundo para abrir las puertas eternales, no era sólo hombre ni estaba comprendido en la ley del pecado, antes era hombre y Dios verdadero, que fuerte y poderoso en la batalla había vencido al fuerte armado (Lc., 11, 22) que reinaba en el mundo y le había despojado de su reino y de sus armas. Y era el Señor de las virtudes, porque las había obrado como Señor de ellas, con im­perio y sin contradicción del pecado y sus efectos. Y como Señor de la virtud y Rey de la gloria, venía triunfante y distribuyendo virtudes y gloria a sus redimidos, por quien en cuanto hombre había padecido y muerto y en cuanto Dios los levantaba a la eter­nidad de la visión beatífica, habiendo rompido las eternales cerra­duras e impedimentos que les había puesto el pecado.

 

341.   Esto fue, alma, lo que hizo mi Hijo querido, Dios y hom­bre verdadero, y como Señor de las virtudes y gracias me levantó y adornó con ellas desde el primer instante de mi Inmaculada Con­cepción; y como no me tocó el óbice del primer pecado, no tuve el impedimento que los demás mortales para entrar por aquellas puer­tas eternales del Cielo; antes el brazo poderoso de mi Hijo hizo con­migo como con Señora de las virtudes y Reina del Cielo. Y porque de mi carne y sangre había de vestirle y hacerle hombre, quiso su dignación de antemano prevenirme y hacerme su semejante en la pure­za y exención de la culpa y en otros dones y privilegios divinos. Y como no fui esclava de la culpa, no obraba las virtudes como sujeta a ella, sino como señora, sin contradicción y con imperio; no como semejante a los hijos de Adán, pero como semejante al Hijo de Dios que también era Hijo mío.

 

342.    Por esta razón los espíritus celestiales me abrieron las puertas eternales que ellos tenían por suyas, reconociendo que el Señor me había criado más pura que todos los supremos ángeles del cielo y para su Reina y Señora de todas las criaturas. Y advierte, carísima, que quien hizo la ley pudo sin contradicción dispensar de ella, como lo hizo conmigo el supremo Señor y Legislador, exten­diendo la vara de su clemencia más que Asuero con Ester (Est., 4, 11), para que las leyes comunes de los otros, que miraban a la culpa, no se entendiesen conmigo que había de ser Madre del Autor de la gra­cia. Y aunque estos beneficios no los podía merecer yo, pura cria­tura, pero la clemencia y bondad Divina se inclinaron liberalmente y me miraron como humilde sierva, para que eternamente alabase al Autor de tales obras. Y tú, hija mía, quiero que le engrandezcas y bendigas también por ellas.

 

343.   La doctrina que ahora te doy, sea que, pues yo con libe­ral piedad te elegí por mi discípula y compañera, siendo tú pobre y desvalida, trabajes con todas tus fuerzas en imitarme en un ejer­cicio que hice toda mi vida después que nací al mundo, sin omi­tirle día ninguno, por más cuidados y trabajos que tuviese. El ejercicio fue que cada día en amaneciendo me postraba en presen­cia del Altísimo, y le daba gracias y alababa por su ser inmutable y perfecciones infinitas, y porque me había criado de la nada; y reconociéndome criatura y hechura suya le bendecía y adoraba, dán­dole honor, magnificencia y divinidad, como a supremo Señor y Criador mío y de todo lo que tiene ser. Levantaba mi espíritu a po­nerle en sus manos y con profunda humildad y resignación me ofrecía en ellas, y le pedía hiciese de mí a su voluntad en aquel día y en todos los que me restasen de mi vida y me enseñase lo que fuese de mayor agrado suyo para cumplirlo. Esto repetía muchas veces en las obras exteriores de aquel día, y en las interiores con­sultaba primero a Su Majestad, y le pedía consejo, licencia y bendi­ción para todas mis acciones.

 

344.   De mi dulcísimo nombre serás muy devota. Y quiero que sepas que fueron tantas las prerrogativas y gracias que le concedió el Todopoderoso, que de conocerlas yo a la vista de la Divinidad quedé empeñada y cuidadosa para el retorno; de manera que siem­pre que me ocurría a la memoria "María", que era muchas veces, y las que me oía nombrar, me despertaba el afecto al agradecimiento y a emprender arduas empresas en servicio del Señor que me le dio. El mismo nombre tienes tú y respectivamente quiero que haga en ti los mismos efectos, y que me imites con puntualidad en la doc­trina de este capítulo, sin faltar desde hoy por causa alguna que ocurriere; y si, como flaca, te descuidares, vuelve luego y en pre­sencia del Señor y mía di tu culpa, reconociéndola con dolor. Con este cuidado, y repitiendo muchos actos en este santo ejercicio, excusarás imperfecciones y te irás acostumbrando a lo más alto de las virtudes y del beneplácito del Altísimo, que no te negará su Divina gracia para que lo hagas tú, si atendieres a su luz y al objeto más agradable y más deseado de tus afectos y de los míos, que son te entregues toda a oír, atender y obedecer a tu Esposo y Señor, que quiere en ti lo más puro, santo y perfecto, y la voluntad pronta y oficiosa para ejecutarlo.

 

CAPITULO 22

 

Cómo Santa Ana cumplió en su parto con el mandato de la ley de Moi­sés, y cómo la niña María procedía en su infancia.

 

345.   Precepto era de la ley en el capítulo 12 del Levítico (Lev., 12, 5-6), que la mujer, si pariese hija, se tuviese por inmunda dos semanas y per­maneciese en la purificación del parto sesenta y seis días, (doblando los días del parto de varón); y cumplidos todos los de su purificación, se le mandaba ofrecer un cordero de un año por las hijas o por los hijos en holocausto, y un palomino o tortolilla por el pecado, a la puerta del tabernáculo, entregándolo al sacerdote que lo ofre­ciese al Señor y rogase por ella y con esto quedase limpia. El parto de la dichosísima Ana fue tan puro y limpio cuanto le convenía a su divina hija, de donde le venía la pureza a la madre; y aunque por esta causa no tenía necesidad de otra purificación, con todo eso pagó la deuda a la ley cumpliéndola puntualmente, teniéndose en los ojos de los hombres por inmunda la madre que estaba libre de las pensiones que la ley mandaba purificar.

 

346.   Pasados los sesenta días de la purificación, salió Santa Ana al templo, llevando su mente inflamada en el divino ardor y en sus brazos a su hija y niña bendita; y con la ofrenda de la ley, acompañada de innumerables Ángeles, se fue a la puerta del taber­náculo y habló con el Sumo Sacerdote, que era el Santo Simeón; que como estuvo mucho tiempo en el templo, recibió este beneficio y favor de que fuese en su presencia y en sus manos ofrecida la niña María todas las veces que en el templo fue presentada y ofrecida al Señor; aunque no en todas estas ocasiones conoció el santo sacerdote la dignidad de esta divina Señora, como adelante dire­mos (Cf. infra n. 424, 713 y 745); pero tuvo siempre grandes movimientos e impulsos de su espíritu, que aquella Niña era grande en los ojos de Dios.

 

347.   Ofrecióle Santa Ana el cordero y tórtola con lo demás que llevaba, y con humildes lágrimas le pidió orase por ella y por su hija, que, si tenían culpa, las perdonase el Señor. No tuvo que per­donar Su Majestad donde en hija y madre era la gracia tan copiosa, pero tuvo que premiar la humildad con que, siendo santísi­mas, se representaban pecadoras. El Santo Sacerdote recibió la obla­ción y en su espíritu fue inflamado y movido de un extraordinario júbilo y, sin entender otra cosa ni manifestar la que sentía, dijo dentro de sí mismo: ¿Qué es esta novedad que siento? ¿Si por ven­tura estas mujeres son parientas del Mesías que ha de venir? Y que­dando con esta suspensión y alegría, les mostró grande benevolen­cia; y la Santa Madre Ana entró con su Hija Santísima en los brazos y la ofreció al Señor con devotísimas y tiernas lágrimas, como quien sola en el mundo conocía el tesoro que se le había dado en depósito.

 

348.   Renovó entonces Santa Ana el voto que antes había hecho de ofrecer al templo a su primogénita, en llegando a la edad que convenía; y en esta renovación fue ilustrada con nueva gracia y luz del Altísimo; y sintió en su corazón una voz que le decía cum­pliese el voto, llevase y ofreciese en el templo a su hija niña dentro de tres años. Y fue esta voz como el eco de la Santísima Reina, que con su oración tocó el pecho de Dios para que resonase en el de su madre; porque al entrar los dos en el templo, la dulce niña, viendo con sus ojos corporales su majestad y grandeza, dedicada al culto y adoración de la Divinidad, tuvo admirables efectos en su espíritu, y quisiera postrarse en el templo y besando la tierra de él adorar al Señor. Pero lo que no pudo hacer con el efecto de las acciones exteriores, suplió con el afecto interior, y adoró y bendijo a Dios con el amor más alto y reverencia más profunda que antes ni después ninguna otra pura criatura lo pudo hacer; y hablando en su corazón con el Señor, hizo esta oración:

 

349.   Altísimo e incomprensible Dios, Rey y Señor mío, digno de toda gloria, alabanza y reverencia; yo, humilde polvo, pero he­chura Vuestra, os adoro en este lugar santo y templo vuestro, y os engrandezco y glorifico por Vuestro ser y perfecciones infinitas, y doy gracias cuanto mi poquedad alcanza a Vuestra dignación, por­que me habéis dado que vean mis ojos este santo templo y casa de oración, donde vuestros profetas y mis antiguos padres os ala­baron y bendijeron y donde vuestra liberal misericordia obró con ellos tan grandes maravillas y sacramentos. Recibidme, Señor, para que yo pueda serviros en él cuando fuere Vuestra santa voluntad.

 

350.   Hizo este humilde ofrecimiento como esclava del Señor la que era Reina de todo el universo; y en testimonio de que el Altísi­mo la aceptaba, vino del cielo una clarísima luz que sensiblemente bañó a la niña y a la madre, llenándolas de nuevos resplandores de gracia. Y volvió a entender Santa Ana que al tercer año presentase a su hija en el templo; porque el agrado que el Altísimo había de recibir de aquella ofrenda no consentía más largos plazos, ni tampoco el afecto con que la niña divina lo deseaba. Los Santos Ángeles de guarda, y otros innumerables que asistieron a este acto, cantaron dulcísimas alabanzas al autor de las maravillas; pero de todas las, que allí sucedieron, no tuvieron noticia más de la hija santísima y su madre Ana, que interior y exteriormente sintieron lo que era espiritual o sensible respectivamente; sólo el Santo Simeón reconoció algo de la luz sensible. Y con esto se volvió Santa Ana a su casa enriquecida con su tesoro y nuevos dones del Altísimo Dios.

 

351.   A la vista de todas estas obras estaba sedienta la antigua serpiente, ocultándole el Señor lo que no debía entender y permi­tiéndole lo que convenía, para que, contradiciendo a todo lo que él intentaba destruir, viniese a servir como de instrumento en la eje­cución de los ocultos juicios del Muy Alto. Hacía este enemigo muchas conjeturas de las novedades que en madre e hija conocía; pero como vio que llevaban ofrenda al templo y como pecadoras guardaban lo que mandaba la ley, pidiendo al sacerdote que rogase por ellas para que fuesen perdonadas, con esto se alucinó y sosegó su furor, creyendo que aquella hija y madre estaban empadronadas con las demás mujeres y que todas eran de una condición, aunque más perfectas y santas que otras.

 

352.   La niña soberana era tratada como los demás niños de su edad. Era su comida la común, aunque la cantidad muy poca, y lo mismo era del sueño, aunque la aplicaban para que durmiese; pero no era molesta, ni jamás lloró con el enojo de otros niños, mas era en extremo agradable y apacible; y disimulábase mucho esta mara­villa con llorar y sollozar muchas veces —aunque como Reina y Señora, cual en aquella edad se permitía— por los pecados del mundo y por alcanzar el remedio de ellos y la venida del Redentor de los hombres. De ordinario tenía, aun en aquella infancia, el sem­blante alegre, pero severo y con peregrina majestad, sin admitir jamás acción pueril, aunque tal vez admitía algunas caricias; pero las que no eran de su madre, y por eso menos medidas, las mode­raba en lo imperfecto con especial virtud y la severidad que mostra­ba. Su prudente madre Ana trataba a la niña con incomparable cuidado, regalo y caricia; y también su padre Joaquín la amaba como padre y como Santo, aunque entonces ignoraba el misterio, y la niña se mostraba con su padre más amorosa, como quien le conocía por padre y tan amado de Dios. Y aunque admitía de él más caricias que de otros, pero en el padre y en los demás puso Dios desde luego tan extraordinaria reverencia y pudor para la que había elegido por Madre, que aun el candido afecto y amor de su padre era siempre muy templado y medido en las demostraciones sensibles.

 

353.   En todo era la niña Reina agraciada, perfectísima y admi­rable; y si bien pasó por la infancia por las comunes leyes de la na­turaleza, pero no impidieron a la gracia; y si dormía, no cesaba ni interrumpía las acciones interiores del amor y otras que no pen­den del sentido exterior. Y siendo posible este beneficio aun a otras almas con quien el poder Divino lo habrá mostrado, cierto es que con la que elegía por Madre suya y Reina de todo lo criado haría con ella sobre todo otro beneficio y sobre todo pensamiento de las demás criaturas. En el sueño natural habló Dios a Samuel (1 Sam., 3, 4) y otros santos y profetas, y a muchos dio sueños misteriosos (Gén., 37, 5. 9) o visiones; porque a su poder poco le importa para ilustrar el entendimiento que los sentidos exteriores duerman con el sueño natural, o que se suspendan con la fuerza que los arrebata en el éxtasis, pues en uno y otro cesan, y sin ellos oye y atiende y habla el espíritu con sus objetos proporcionados. Esta fue ley perpetua con la Reina desde su concepción hasta ahora, y toda la eternidad; que no fue su estado de viadora en estas gracias con intervalos, como en otras criaturas. Cuando estaba sola o la recogía a dormir, como el sueño era tan medido, confería los misterios y alabanzas del Altísimo con sus Santos Ángeles y gozaba de divinas visiones y hablas de Su Ma­jestad; y porque el trato de los Ángeles era tan frecuente, diré en el capítulo siguiente los modos de manifestársele y algo de sus excelencias.

 

354.   Reina y Señora del Cielo, si como piadosa Madre y mi Maestra oís mis ignorancias sin ofenderos de ellas, preguntaré a vuestra dignación algunas dudas que en este capítulo se me han ofrecido; y si mi ignorancia y osadía pasare a ser yerro, en lugar de responderme, corregidme, Señora, con vuestra maternal mise­ricordia. Mi duda es: si en aquella infancia sentíades la necesidad y hambre que por orden natural sienten los otros niños, y siendo así que padecíades estas penalidades ¿cómo pediais el alimento y socorro necesario, siendo tan admirable vuestra paciencia, cuando a los otros niños el llanto sirve de lengua y de palabras? También ignoro si a Vuestra Majestad eran penosas las pensiones de aquella edad, como el envolveros en paños y desenvolver vuestro virginal cuerpo, el daros la comida de niños, y otras cosas que los demás reciben sin uso de razón para conocerlas, y a vos, Señora, nada se escondía. Porque me parece casi imposible que en el modo, en el tiempo, en la cantidad y en otras circunstancias no hubiese exceso o falta, considerándoos yo en la edad de niña y grande en la capaci­dad para dar a todo la ponderación que pedía. Vuestra prudencia celestial conservaba digna majestad y compostura, vuestra edad, naturaleza y sus leyes pedían lo necesario; no lo pediais como niña llorando, ni como grande hablando, ni sabían vuestro dictamen, ni os trataban según el estado de la razón que teníades, ni Vuestra Madre Santa lo conocía todo, ni todo lo podía hacer ni acertar, ignorando el tiempo y el modo; ni tampoco en todas las cosas pudiera ella servir a Vuestra Majestad. Todo esto me causa admiración, y me despierta el deseo de conocer los misterios que en estas cosas se encierran.

 

               Respuesta y doctrina de la Reina del cielo.

 

355. Hija mía, a tu admiración respondo con benevolencia. Ver­dad es que tuve gracia y uso perfecto de razón desde el primer instante de mi concepción, como tantas veces te he mostrado, y pasé por las pensiones de la infancia como otros niños y me criaron con el orden común de todos. Sentí hambre, sed, sueño y penalida­des en mi cuerpo, y como hija de Adán estuve sujeta a estos acci­dentes; porque era justo imitase yo a mi Hijo Santísimo, que admitió estos defectos y penas, para que así mereciese, y con Su Majestad fuese ejemplo a los demás mortales que le habían de imitar. Como la Divina gracia me gobernaba, usaba de la comida y sueño en peso y medida, recibiendo menos que otros y sólo aquello que era pre­ciso para el aumento y conservación de la vida y salud; porque el desorden en estas cosas no sólo es contra la virtud, pero contra la misma naturaleza, que se altera y estraga con ellas. Por mi tempe­ramento y medida, sentía más el hambre y sed que otros niños y era más peligrosa en mí esta falta de alimento; pero si no me le daban a tiempo, o si en ello excedían, tenía paciencia, hasta que oportunamente con alguna decente demostración lo pedía. Y sentía menos la falta de sueño, por la libertad que a solas me quedaba para la vista y conversación con los Ángeles de los misterios divinos.

 

356.   El estar en paños oprimida y atada, no me causaba tanta pena, pero mucha alegría, por la luz que tenía de que el Verbo Hu­manado había de padecer muerte torpísima y había de ser ligado con oprobios. Y cuando estaba sola me ponía en forma de cruz en aquella edad, orando a imitación suya, porque sabía había de morir mí amado en ella, aunque ignoraba entonces que el crucificado había de ser mi Hijo. En todas las incomodidades que padecí después que nací al mundo estuve conforme y alegre, porque nunca se apartó de mi interior una consideración que quiero tengas tú inviolable y perpetua; esto es, que peses en tu corazón y mente las verdades rectísimas que yo miraba, para que sin engaño hagas juicio de todas las cosas, dando a cada una el valor y peso que se le debe. En este error y ceguedad están de ordinario comprendidos los hijos de Adán, y no quiero yo que tú, hija mía, lo estés.

 

357.   Luego que nací al mundo y vi la luz que me alumbraba, sentí los efectos de los elementos, los influjos de los planetas y astros, la tierra que me recibía, el alimento que me sustentaba y todas las otras causas de la vida. Di gracias al Autor de todo, reco­nociendo sus obras por beneficio que me hacía y no por deuda que me debía. Y por esto cuando me faltaba después alguna cosa de las que necesitaba, sin turbación, antes con alegría, confesaba que se hacía conmigo lo que era razón, porque todo se me daba de gracia sin merecerlo y sería justicia el privarme de ello. Pues dime, alma, si yo decía esto, confesando una verdad que la razón humana no puede ignorar ni negar, ¿dónde tienen los mortales el seso o qué juicio hacen, cuando faltándoles alguna cosa de las que mal desean, y acaso no les conviene, se entristecen y enfurecen unos contra otros, y aun se irritan con el mismo Dios, como si recibieran de él algún agravio? Pregúntense a sí mismos ¿qué tesoros, qué riquezas poseían antes que recibieran la vida? ¿qué servicios hicieron al Criador para que se las diese? Y si la nada no pudo granjear más que nada, ni merecer el ser que de nada le dieron, ¿qué obligación hay de sustentarle de justicia, lo que le dieron de gracia? El haberle criado Dios no fue beneficio que Su Majestad se hizo a sí mismo, sino antes fue tan grande para la criatura, cuanto es el ser y el fin que tiene; y si en el ser recibió la deuda que nunca puede pagar, diga ¿qué derecho alega ahora para que, habiéndole dado el ser sin merecerlo, le den la conservación después de haberla tantas veces desmerecido? ¿Dónde tiene la escritura de seguridad y abono para que nada le falte?

 

358.   Y si el primer movimiento y operación fue recibo y deuda con que más se empeñó, ¿cómo pide con impaciencia el segundo? Y si con todo esto la suma bondad del Criador le acude graciosa­mente con lo necesario, ¿por qué se turba cuando le falta lo super-fluo? ¡Oh hija mía, qué desorden tan execrable y qué ceguedad tan odiosa es ésta de los mortales! Lo que les da el Señor de gracia, no agradecen ni pagan con reconocimiento, y por lo que les niega de justicia, y a veces de grande misericordia, se inquietan y enso­berbecen, y lo procuran por injustos e ilícitos medios, y se despeñan tras el mismo daño que huye de ellos. Por sólo el primer pecado que comete el hombre, perdiendo a Dios pierde juntamente la amistad de todas las criaturas; y si el mismo Señor no las detuviera, se con­virtieran todas a vengar su injuria y negaran al hombre las opera­ciones y obsequio con que le dan sustento y vida: el cielo le pri­vara de su luz e influencias, el fuego de su calor, el aire le negara la respiración y todas las otras cosas en su modo hicieran lo mismo, porque de justicia debían hacerlo. Pues cuando la tierra negare sus frutos, y los elementos su templanza y correspondencia, y las otras criaturas se armaren (Sab., 5, 18) para vengar los desacatos hechos contra el Criador, humíllese el hombre desagradecido y vil y no atesore la ira del Señor (Rom., 2, 5) para el día cierto de la cuenta, donde se le hará este cargo tan formidable.

 

359.   Y tú, amiga mía, huye de tan pesada ingratitud, y reconoce humilde que de gracia recibiste el ser y vida y de gracia te la con­serva el Autor de ella; y sin méritos tuyos recibes graciosamente todos   los otros beneficios,   y   que recibiendo muchos y pagando menos, cada día te haces menos digna, y crece contigo la liberali­dad del Altísimo y tu deuda. Esta consideración quiero que sea en ti continua, para que te despierte y mueva a muchos actos de virtud. Y si te faltaren las criaturas irracionales, quiero te alegres en el Señor, y que des a Su Majestad gracias y a ellas bendiciones por­que obedecen al Criador. Si las racionales te persiguieren, ámales de todo corazón y estímalas como instrumentos de la justicia Divina, para que en alguna parte se dé por satisfecha de lo que tú le debes. Y con los trabajos, adversidades y tribulaciones te abraza y con­suela, que a más de merecerlos por las culpas que has cometido, son el adorno de tu alma y joyas de tu Esposo muy ricas.

 

360.   Esta será la respuesta de tu duda; y sobre ella quiero darte la doctrina que te he ofrecido en todos los capítulos. Advierte, pues, alma, a la puntualidad que tuvo mi Santa Madre Ana en cumplir el precepto de la ley del Señor, a cuya grandeza este cuidado fue muy acepto; y tú debes imitarla en él, guardando inviolablemente todos y cada uno de los mandatos de tu regla y constituciones; que Dios remunera liberalmente esta fidelidad y de la negligencia en ella se da por deservido. Sin pecado fui yo concebida y no era necesario ir al sacerdote para que me purificase el Señor, ni tampoco mi madre le tenía, porque era muy santa, pero obedecimos con humil­dad a la ley y por ello merecimos grandes aumentos de virtudes y gracia. El despreciar las leyes justas y bien ordenadas y el dis­pensar a cada paso en ellas tiene perdido el culto y temor de Dios y confuso y destruido el gobierno humano. Guárdate de dispensar fácilmente ni para ti ni para otras en las obligaciones de tu reli­gión. Y cuando la enfermedad o alguna causa justa lo permitiere, sea con medida y consejo de tu confesor, justificando el hecho con Dios y con los hombres, aprobándolo la obediencia. Si te hallares cansada o postradas las fuerzas, no luego remitas el rigor, que Dios te las dará según tu fe; y por ocupaciones nunca dispenses; sirva y aguarde lo que es menos a lo que es más y las criaturas al Cria­dor; y por el oficio de Prelada tendrás menos disculpa, pues en la observancia de las leyes debes ser la primera por el ejemplo; y para ti jamás ha de haber causa humana, aunque alguna dispenses con tus hermanas y subditas. Y advierte, carísima, que de ti quiero lo mejor y más perfecto y para esto es necesario este rigor, que la observancia de los preceptos es deuda a Dios y a los hombres. Y nadie piense que basta cumplir con el Señor, si se queda en pie la deuda con los prójimos, a quien debe el buen ejemplo y no darle materia de verdadero escándalo.—Reina y Señora de todo lo criado, yo quisiera alcanzar la pureza y virtud de los espíritus soberanos, para que esta parte inferior que agrava el alma (Sab., 9, 15) fuera presta en cumplir esta celestial doctrina; grave soy y pesada para mí misma (Job 7, 20), pero, con vuestra intercesión y el favor de la gracia del Altísimo, procuraré, Señora, obedecer a vuestra voluntad, y suya santísima con prontitud, y afecto del corazón; no me falte vuestra intercesión y amparo y la enseñanza de vuestra Santa y altísima doctrina.

 

CAPITULO 23

 

De las divisas con que los Santos Ángeles de guarda de María Santí­sima se le manifestaban, y de sus perfecciones.

 

361. Ya queda dicho (Cf. supra n. 205) que estos Ángeles eran mil, como en las demás personas particulares es uno el que las guarda. Pero según la dignidad de María Santísima debemos entender que sus mil án­geles la guardaban y asistían con más vigilancia que cualquier Ángel guarda al alma encomendada. Y fuera de estos mil, que eran de la guarda ordinaria y más continua, la servían en diversas ocasiones otros muchos Ángeles, en especial después que concibió en sus en­trañas al Verbo Divino Humanado. También he dicho arriba (Cf. supra n. 114) cómo el nombramiento de estos mil Ángeles le hizo Dios en el principio de la creación de todos, justificación de los buenos y caída de los malos, cuando después del objeto de la Divinidad que se les propuso como a viadores, les fue propuesta y manifestada la Humanidad Santísima que había de tomar el Verbo, y su Madre Purísima, a quienes habían de reconocer por superiores.

 

362. En esta ocasión, cuando los apóstatas fueron castigados y los obedientes premiados, guardando el Señor la debida proporción en su justísima equidad, dije (Cf. supra n. 106-107) que en el premio accidental hubo alguna diversidad entre los Santos Ángeles, según los afectos dife­rentes que tuvieron a los misterios del Verbo Humanado y de su Madre Purísima, que por su orden fueron conociendo antes y des­pués de la caída de los malos ángeles. Y a este premio accidental se reduce haberlos elegido para asistir y servir a María Santísima y al Verbo Humanado, y el modo de manifestarse en la forma que toma­ban cuando se aparecían visibles a la Reina y la servían. Esto es lo que pretendo declarar en este capítulo, confesando mi incapacidad, porque es dificultoso reducir a razones y términos de cosas mate­riales las perfecciones y operaciones de espíritus intelectuales y tan levantados. Pero si dejara en silencio este punto, omitía en la His­toria una grande parte de las más excelentes ocupaciones de la Rei­na del cielo cuando fue viadora; porque después de las obras que ejercía con el Señor, el más continuo trato era con sus ministros los espíritus angélicos; y sin esta ilustre parte quedara defectuoso el discurso de esta santísima Vida.

 

363.   Suponiendo todo lo que hasta ahora he dicho de los ór­denes, jerarquías y diferencias de estos mil ángeles, diré aquí la for­ma en que corporalmente se le aparecían a su Reina y Señora, remi­tiendo las apariciones   intelectuales   e imaginarias   para otros   ca­títulos (Cf. infra n. 615-659), donde de intento diré los modos de visiones que tenía Su Alteza. Los novecientos Ángeles   que fueron electos   de los nueve coros, ciento de cada uno, fueron entresacados de aquellos que se inclinaron más a la estimación y amor y admirable reverencia de María Santísima. Y cuando se le aparecían visibles, tenían forma de un mancebo de poca edad, pero de extremada hermosura y agra­do. El cuerpo manifestaba poco de terreno; porque era purísimo y como un cristal animado y bañado de gloria, con que remedaban a los cuerpos gloriosos y refulgentes; con la belleza juntaban extre­mada gravedad, compostura y amable severidad. El vestido era roza­gante, pero como si fuera todo resplandor, semejante a un lucidí­simo   y   brillante   oro   esmaltado   o   entrepuesto   con   matices de finísimos colores, con que hacían una admirable y hermosísima va­riedad para la vista; si bien parecía que todo aquel ornato y forma visible no era proporcionada al tacto material ni se pudiera asir con la mano, aunque se dejaba ver y percibir como el resplandor del sol, que manifestando los átomos entra por una ventana, siendo incom­parablemente más vistoso y hermoso el de estos ángeles.

 

364.   Junto con esto traían todos en las cabezas unas coronas de vivísimas y finísimas flores, que despedían suavísima fragancia de olores no terrenos, sino espiritualizados y suaves. En las manos tenían unas palmas tejidas de variedad y hermosura, significando las virtu­des y coronas que María Santísima había de obrar y conseguir en tanta santidad y gloria; todo lo cual estaban como ofreciéndoselo de   antemano   disimuladamente,   aunque   con   efectos   de   júbilo   y alegría. En el pecho traían cierta divisa y señal, que la entende­remos al modo de las divisas o hábitos de las órdenes militares; pero tenían una cifra que decía: María Madre de Dios; y era para aquellos   Santos Príncipes   de mucha gloria, adorno y hermosura; pero a la Reina María no le fue manifestada hasta el punto que con­cibió el Verbo Humanado.

 

365.   Esta divisa y cifra era admirable para la vista, por el extremado resplandor que despedía, señalándose entre el refulgente adorno de los Ángeles; variaban también los visos y brillantes, sig­nificando por ellos la diferencia de misterios y excelencias que se encerraban en esta Ciudad Santa de Dios. Contenía el más soberano renombre y más   supremo título y dignidad que pudo caber en pura criatura, María Madre de Dios; porque con él honraban más a su Reina y nuestra, y ellos también quedaban honrados, como seña­lados por suyos, y premiados, como quien más se aventajó en la devoción y veneración que tuvieron a la que fue digna de ser vene­rada de todas las criaturas. Dichosas mil veces las que merecieron el singular retorno del amor de María y de su Hijo Santísimo.

 

366.   Los efectos que hacían estos Santos Príncipes y su ornato en María Señora nuestra, nadie podría fuera de ella misma explicar­los. Manifestábanle misteriosamente la grandeza de Dios y sus atri­butos, los beneficios que había hecho y hacía con ella en haberla criado y elegido, enriquecido y prosperado con tantos dones del cielo y tesoros de la Divina diestra, con que la movían e inflama­ban en grandes incendios del Divino amor y alabanza; y todo iba creciendo con la edad y sucesos y, en obrándose la encarnación del Verbo, se desplegaron mucho más; porque le explicaron la miste­riosa cifra del pecho hasta entonces oculta para Su Alteza. Y con esta declaración, y en lo que en aquella dulcísima cifra se le dio a entender de su dignidad y obligación a Dios, no se puede dignamen­te encarecer qué fuego de amor y qué humildad tan profunda, qué afectos tan tiernos se despertaban en aquel candido corazón de María Santísima, reconociéndose desigual y no digna de tan inefa­ble sacramento y dignidad de Madre de Dios.

 

367.   Los setenta serafines de los más allegados al trono que asistían a la Reina, fueron de los que más se adelantaron en la devoción y admiración de la unión Hipostática de las dos natura­lezas Divina y humana en la Persona del Verbo; porque como más allegados a Dios por la noticia y afecto, desearon señaladamente que se obrase este misterio en las entrañas de una mujer; y a este particular y señalado afecto le correspondió el premio de gloria esencial y accidental. Y a esta última, de que voy hablando, perte­nece el asistir a María Santísima y a los misterios que en ella se obraron.

 

368.   Cuando estos setenta serafines se le manifestaban visibles, los veía la Reina en la misma forma que imaginariamente los vio Isaías, con seis alas; con las dos cubrían la cabeza, significando con esta acción humilde la oscuridad de sus entendimientos para al­canzar el misterio y sacramento a que servían; y que, postrados ante la majestad y grandeza de su Autor, los creían y entendían con el velo de la oculta noticia que se les daba, y por ella engrandecían con alabanza eterna los incomprensibles y santos juicios del Altísimo. Con otras dos alas cubrían los pies, que son la parte inferior que toca en la tierra; y por esto significan a la misma Reina y Señora del Cielo, pero de naturaleza humana y terrena; y cubríanla en señal de veneración y que la tenían como a suprema criatura sobre todas y de su incomprensible dignidad y grandeza inmediata al mismo Dios y sobre todo entendimiento y juicio criado; que por esto también encubrían los pies, significando que tan levantados serafines no podían dar paso en comparación de los de María, y de su dignidad y excelencia.

 

369.   Con las dos alas del pecho volaban o las extendían, dando a entender también dos cosas: la una, el incesante movimiento y vuelo del amor de Dios, de su alabanza y profunda reverencia que le daban; la otra era que descubrían a María Santísima lo interior del pecho, donde en el ser y obrar, como en espejo purísimo, rever­beraban   los   rayos   de la Divinidad, mientras   que   siendo viadora no era posible ni conveniente que se le manifestase tan continua­mente en sí misma. Y por esto ordenó la Beatísima Trinidad que su Hija y Esposa tuviese a los serafines, que son las criaturas más in­mediatas y cercanas a la Divinidad, para que como en imagen viva viese copiado esta gran Señora lo que no podía ver siempre en su original.

 

370.   Por este modo gozaba la divina Esposa del retrato de su amado en la ausencia de viadora, enardecida toda con la llama de su santo amor con la vista y conferencias que tenía de estos infla­mados y supremos príncipes. Y el modo de comunicar con ellos, a más de lo sensible, era el mismo que ellos guardan entre sí mis­mos, ilustrando los superiores a los inferiores en su orden, como otras veces he dicho (Cf. supra n. 203); porque si bien la Reina del Cielo era superior y mayor que todos en la dignidad y gracia, pero en la naturaleza, como dice David (Sal., 8, 6), él hombre fue hecho menor que los Ángeles; y el orden común de iluminar y recibir estas influencias divinas sigue a la naturaleza y no a la gracia.

 

371.   Los otros doce Ángeles, que son los de las doce puertas de que san Juan habló en el capítulo 21 (Ap., 21, 12) del Apocalipsis, como arriba dije (Cf. supra n. 273), se adelantaron en el afecto y alabanza de ver que Dios se humanase a ser maestro y conversar con los hombres, y después a redimirlos y abrirles las puertas del cielo con sus merecimientos, siendo coadjutora de este admirable sacramento su Madre Santí­sima. Atendieron señaladamente estos Santos Ángeles a tan mara­villosas obras, y a los caminos que Dios había de enseñar para que los hombres fuesen a la vida eterna, significados en las doce puer­tas, que corresponden a las doce tribus. El retorno de esta sin­gular devoción fue señalar Dios a estos Santos Ángeles por testigos y como secretarios de los misterios de la Redención, y que coope­rasen con la misma Reina del Cielo en el privilegio de ser Madre de Misericordia y Medianera de los que a ella acudieron a buscar su salvación. Y por esto dije arriba (Cf. supra n. 273-274) que Su Majestad, de la Reina, se sirve de estos doce Ángeles señaladamente, para que amparen, ilustren y defiendan a sus devotos en sus necesidades, y en especial para salir de pecado, cuando ellos y María Santísima son invocados.

 

372. Estos doce ángeles se le aparecían corporalmente, como los que dije primero, salvo que llevaban muchas coronas y palmas, como reservadas para los devotos de esta Señora. Servíanla, dán­dole singularmente a conocer la inefable piedad del Señor con el linaje humano, moviéndola para que ella le alabase y pidiese la ejecutase con los hombres. Y en cumplimiento de esto los enviaba Su Alteza con estas peticiones al trono del Eterno Padre; y también a que inspirasen y socorriesen a los devotos que la invocaban, o ella quería remediar y patrocinar, como después sucedió muchas veces con los Santos Apóstoles, a quienes por ministerio de los Ángeles favorecía en los trabajos de la primitiva Iglesia; y hasta hoy desde el cielo ejercen estos doce Ángeles el mismo oficio, asistiendo a los devotos de su Reina y nuestra.

 

373.   Los diez y ocho Ángeles restantes para el número de mil, fueron de los que se señalaron en el afecto a los trabajos del Verbo Humanado; y por esto fue grande su premio de gloria. Estos Án­geles se aparecían a María Santísima con admirable hermosura; llevaban por adorno muchas divisas de la Pasión y otros misterios de la Redención; especialmente tenían una Cruz en el pecho y otra en el brazo, ambas de singular hermosura y refulgente resplandor. Y la vista de tan peregrino hábito despertaba a la Reina a grande admiración y más tierna memoria y afectos compasivos de lo que había de padecer el Redentor del mundo, y a fervorosas gracias y agradecimientos de los beneficios que los hombres recibieron con los misterios de la redención y rescate de su cautiverio. Servíase la gran Princesa de estos Ángeles para enviarlos muchas veces a su Hijo Santísimo con embajadas diversas y peticiones para el bien de las almas.

 

374.   Debajo de estas formas y divisas he declarado algo de las perfecciones y operaciones de estos espíritus celestiales, pero muy limitadamente para lo que en sí contienen; porque son unos invisibles rayos de la divinidad, prestísimos en sus movimientos y opera­ciones, poderosísimos en su virtud, perfectísimos en su entender sin engaño, inmutables en la condición y voluntad; lo que una vez apren­den, nunca lo olvidan ni pierden de vista. Están ya llenos de gracia y gloria sin peligro de perderla; y porque son incorpóreos e invisi­bles, cuando el Altísimo quiere hacer beneficio a los hombres de que los vean, toman cuerpo aéreo y aparente y proporcionado al sentido y al fin para que lo toman. Todos estos mil Ángeles de la Reina María eran de los superiores de sus órdenes y coros adonde per­tenecen; y esta superioridad es principalmente en gracia y gloria. Asistieron a la guarda de esta Señora, sin faltar un punto en su vida santísima; y ahora en el cielo tienen especial y accidental gozo de su vista y compañía. Y aunque algunos de ellos señaladamente son enviados por su voluntad, pero todos mil sirven también para este ministerio en algunas ocasiones, según la disposición divina.

 

               Doctrina que me dio la Reina del cielo.

 

375.   Hija mía, en tres documentos te quiero dar la doctrina de este capítulo. El primero, que seas agradecida con eterna alaban­za y reconocimiento al beneficio que Dios te ha hecho en darte Ángeles que te asistan, enseñen y encaminen en tus tribulaciones y trabajos. Este beneficio tienen de ordinario olvidado los mortales con odiosa ingratitud y pesada grosería, sin advertir en la Divina misericordia y dignación de haber mandado el Altísimo a estos San­tos Príncipes que asistan, guarden y defiendan a otras criaturas terrenas y llenas de miserias y culpas, siendo ellos de naturaleza tan superior y espiritual y llenos de tanta gloria, dignidad y hermosu­ra; y por este olvido se privan los hombres ingratos de muchos favores de los mismos Ángeles y tienen indignado al Señor; pero tú, carísima, reconoce tu beneficio y dale el retorno con todas tus fuerzas.

 

376.   El segundo documento sea, que siempre y en todo lugar tengas amor y reverencia a estos espíritus divinos, como si con los ojos del cuerpo los vieras, para que con esto vivas advertida y cir­cunspecta, como quien tiene presentes los cortesanos del cielo, y no te atrevas a hacer en presencia suya lo que en público no hicie­ras, ni dejes de obrar en el servicio del Señor lo que ellos hacen y de ti quieren. Y advierte que siempre están mirando la cara de Dios (Mt., 18, 10), como bienaventurados, y cuando juntamente te miran a ti, no es razón que vean alguna cosa indecente; agradéceles lo que te guardan, defienden y amparan.

 

377.   Sea el tercero documento, que vivas atenta a los llama­mientos, avisos e inspiraciones con que te despiertan, mueven y te ilustran para encaminar tu mente y corazón con la memoria del Altísimo y en el ejercicio de todas las virtudes. Considera cuántas veces los llamas y te responden; los buscas y los hallas; cuántas veces les has pedido señas de tu amado y te las han dado; y cuántas ellos te han solicitado al amor de tu Esposo, han reprendido benig­namente tus descuidos y remisiones; y cuando por tus tentaciones y flaquezas has perdido el norte de la luz, ellos te han esperado, sufrido y desengañado, volviéndote al camino derecho de las justi­ficaciones del Señor y de sus testimonios. No olvides, alma, lo mucho que en este beneficio de los Ángeles debes a Dios sobre muchas na­ciones y generaciones; trabaja por ser agradecida a tu Señor y a sus Ángeles sus ministros.

 

CAPITULO 24

 

De los ejercicios y ocupaciones santas de la Reina del Cielo en el año y medio primero de su infancia.

 

378.   El silencio forzoso en los años primeros de los otros niños y ser torpes y balbucientes, porque no saben ni pueden hablar, esto fue virtud heroica en nuestra niña Reina; porque, si las pala­bras son parto del entendimiento y como índices del discurso y le tuvo Su Alteza perfectísimo desde su concepción, no dejó de hablar desde luego que nació porque no podía, sino porque no quería. Y aunque a los otros niños les faltan las fuerzas naturales para abrir la boca, mover la tierna lengua y pronunciar las palabras, pero en María niña no hubo este defecto; así porque en la naturaleza estaba más robusta, como porque al imperio y dominio que tenía sobre todas las cosas obedecieran sus potencias propias, si ella lo mandara. Pero el no hablar fue virtud y perfección grande, ocultan­do debidamente la ciencia y la gracia, y excusando la admiración de ver hablar a una recién nacida. Y si fuera admiración que hablara quien naturalmente había de estar impedida para hacerlo, no sé si fue más admirable que callase año y medio la que pudo hablar en naciendo.

 

379.   Orden fue del Altísimo que nuestra niña y Señora guarda­se este silencio por el tiempo que ordinariamente los otros niños no pueden hablar. Sólo para con los Santos Ángeles de su guarda se dispensó en esta ley, o cuando vocalmente oraba al Señor a solas; que para hablar con el mismo Dios, autor de aquel beneficio, y con los Ángeles legados suyos, cuando corporalmente trataban a la niña, no intervenía la misma razón de callar que con los hombres, antes convenía que orase con la boca, pues no tenía impedimento en aque­lla potencia y sin él no había de estar ociosa tanto tiempo. Pero su madre Santa Ana nunca la oyó, ni conoció que podía hablar en aquella edad; y con esto se entiende mejor cómo fue virtud el no hacerlo en aquel año y medio de su primera infancia. Mas en este tiempo, cuando a su madre le pareció oportuno, soltó las manos y los brazos a la niña María, y ella cogió luego las suyas a sus padres y se las besó con gran sumisión y humildad reverencial; y en esta costumbre perseveró mientras vivieron sus santos padres. Y con algunas demostraciones daba señal en aquella edad para que la bendijesen, hablándoles más al corazón para que lo hicieran que quererlo pedir con la boca. Tanta fue la reverencia en que los tenía, que jamás faltó un punto en ella, ni en obedecerlos; ni les dio molestia ni pena alguna, porque conocía sus pensamientos y prevenía la obediencia.

 

380.  En todas sus acciones y movimientos era gobernada por el Espíritu Santo, con que siempre obraba lo perfectísimo, pero eje­cutándolo no se satisfacía su ardentísimo amor, que de continuo renovaba sus afectos fervorosos para emular mejores carismas (1 Cor., 12, 31). Las revelaciones Divinas y visiones intelectuales eran en esta niña Reina muy continuas, asistiéndola siempre el Altísimo; y cuando alguna vez suspendía su providencia un modo de visiones o intelecciones, atendía a otras; porque de la visión clara de la Divini­dad —que dije arriba (Cf. supra n. 333) había tenido luego que nació y fue llevada al cielo por los Ángeles— le quedaron especies de lo que conoció; y desde entonces, como salió de la bodega del vino ordenada la caridad (Cant., 2, 4), quedó tan herido su corazón, que convirtiéndose a esta contemplación era toda enardecida; y como el cuerpo era tierno y flaco, y el amor fuerte como la muerte (Cant., 8, 6), llegaba a padecer suma dolencia de amor, de que enferma muriera, si el Altísimo no forta­leciera y conservara con milagrosa virtud la parte inferior y vida natural. Pero muchas veces daba lugar el Señor para que aquel tierno y virginal cuerpecito llegase a desfallecer mucho con la vio­lencia del amor, y que los Santos Ángeles la sustentasen y conforta­sen, cumpliéndose aquello de la Esposa: Fulcite me floribus, quia amore langueo(Cant., 2, 5);   «socorredme con flores, que estoy enferma de amor». Y este fue un nobilísimo género de martirio millares de veces repetido en esta divina Señora, con que excedió a todos los márti­res en el merecimiento y aun en el dolor.

 

381.   Es la pena del amor tan dulce y apetecible, que cuanto mayor causa tiene tanto más desea, quien la padece, que le hablen de quien ama, pretendiendo curar la herida con renovarla. Y este suavísimo engaño entretiene al alma entre una penosa vida y una dulce muerte. Esto le sucedía a la niña María con sus Ángeles, que ella les hablaba de su amado y ellos le respondían. Preguntábales ella muchas veces, y les decía: Ministros de mi Señor y mensaje­ros suyos, hermosísimas obras de sus manos, centellas de aquel divino fuego que enciende mi corazón, pues gozáis de su hermosura eterna sin velo ni rebozo, decidme las señas de mi amado ¿qué condiciones tiene mi querido? Avisadme si acaso le tengo disgustado, sabedme lo que desea y quiere de mí y no tardéis en aliviar mi pena, que desfallezco de amor.

 

382.   Respondíanla los espíritus soberanos: Esposa del Altísimo, vuestro amado es solo el que sólo por sí es, el que de nadie necesi­ta, y todos de Él. Es infinito en perfecciones, inmenso en la gran­deza, sin límite en el poder, sin término en la sabiduría, sin modo en la bondad; el que dio principio a todo lo criado sin tenerlo, el que lo gobierna sin cansancio, el que lo conserva sin haberlo me­nester; el que viste de hermosura a todo lo criado, y que la suya nadie la puede comprender, y hace con ella bienaventurados a los que llegan a verla cara a cara. Infinitas son, Señora, las perfeccio­nes de vuestro Esposo, exceden a nuestro entendimiento y sus altos juicios son para la criatura investigables.

 

383.   En estos coloquios y otros muchos, que no alcanza toda nuestra capacidad, pasaba la niñez María Santísima con sus Ánge­les y con el Altísimo, en quien estaba transformada. Y como era consiguiente crecer en el fervor y ansias de ver al sumo bien, que sobre todo pensamiento amaba, muchas veces por voluntad del Señor y por manos de sus Ángeles era llevada corporalmente al cie­lo empíreo, donde gozaba de la presencia de la Divinidad; aunque algunas veces, de estas que era levantada al Cielo, la veía claramente, y otras sólo por especies infusas, pero altísimas y clarísimas en este género de visión. Conocía también a los Ángeles clara e intuitiva­mente, sus grados, órdenes y jerarquías, y otros grandes sacramentos entendía en este beneficio. Y como fue muchas veces repe­tido, con el uso de él y los actos que ejercía, vino a adquirir un hábito tan intenso y robusto de amor, que parecía más divina que humana criatura; y ninguna otra pudiera ser capaz de este benefi­cio, y otros que con proporción le acompañaban, ni tampoco la na­turaleza mortal de la misma Reina los pudiera recibir sin morir, si por milagro no fuera conservada.

 

384. Cuando era necesario en aquella niñez recibir algún obse­quio y beneficio de sus santos padres, o cualquiera otra criatura, siempre lo admitía con interna humillación y agradecimiento y pedía al Señor les premiase aquel bien que le hacían por su amor. Y con estar en tan alto grado de santidad y llena de la divina luz del Señor y sus misterios, se juzgaba por la menor de las criaturas y en su comparación con la propia estimación se ponía en el último lugar de todas; y aun del mismo alimento para la vida natural se reputaba indigna la que era Reina y Señora de todo lo criado.

 

                     Doctrina de la Reina del cielo.

 

385. Hija mía, el que recibe más, se debe reputar por el más pobre, porque su deuda es mayor; y si todos deben humillarse, por­que de sí mismos nada son, ni pueden, ni poseen, por esta misma razón se ha de pegar más con la tierra aquel que siendo polvo le ha levantado la mano poderosa del Altísimo; pues quedándose por sí y en sí mismo, sin ser ni valer nada, se halla más adeudado y obli­gado a lo que por sí no puede satisfacer. Conozca la criatura lo que de sí es; pues nadie podrá decir, yo me hice a mí mismo, ni yo me sustento, ni yo puedo alargar mi vida, ni detener la muerte. Todo el ser y conservación depende de la mano del Señor; humíllese la cria­tura en su presencia, y tú, carísima, no olvides este documento.

 

386.   También quiero aprecies como gran tesoro la virtud del silencio, que yo comencé a guardar desde mi nacimiento; porque conocí en el Señor todas las virtudes con la luz que recibí de su mano poderosa, y me aficioné a ésta con mucho afecto, proponiendo tenerla por compañera y amiga toda mi vida; y así lo guardé con inviolable recato, aunque pude hablar luego que salí al mundo. El hablar sin medida y peso es un cuchillo de dos filos que hiere al que habla y juntamente al que oye, y entrambos destruyen la caridad, o la impiden con todas las virtudes. Y de esto entenderás cuánto se ofende Dios con el vicio de la lengua desconcertada y suelta, y con qué justicia aparta su espíritu y esconde su cara de la locuacidad, bullicio y conversaciones, donde hablándose mucho no se pueden excusar graves pecados (Prov., 10, 19). Sólo con Dios y sus Santos se puede hablar con seguridad, y aun eso ha de ser con peso y discreción; pero con las criaturas es muy difícil conservar el medio perfecto, sin pasar de lo justo y necesario a lo injusto y superfluo.

 

387.   El remedio que te preservará de este peligro es quedar siem­pre más cerca del extremo contrario, excediendo en callar y enmu­deciendo; porque el medio prudente de hablar lo necesario se halla más cerca de callar mucho que de hablar demasiado. Advierte, alma, que sin dejar a Dios en tu interior y secreto, no puedes irte tras de las conversaciones voluntarias de criaturas; y lo que sin vergüenza y nota de grosería no hicieras con otra criatura, no debes hacerlo con el Señor tuyo y de todos. Aparta los oídos de las engañosas fabulaciones, que te pueden obligar a que hables lo que no debes; pues no es justo que hables más de lo que te manda tu Dueño y Señor. Oye a su Ley Santa, que con mano liberal ha escrito en tu corazón; escucha en él la voz de tu Pastor y respóndele allí, y sólo a él. Y quiero dejarte advertida que, si has de ser mi discípula y compañera, ha de ser señalándote por extremo en esta virtud del silencio. Calla mucho, y escribe este documento en tu corazón ahora, y aficiónate más y más a esta virtud, que primero quiero de ti este afecto, y después te enseñaré cómo debes hablar; pero no te impido para que dejes de hablar, amonestando y consolando, a tus hijas y súbditas.

388.   Habla también con los que te puedan dar señas de tu ama­do y te despierten y enciendan en su amor; y en estas pláticas ad­quirirás el deseado silencio provechoso para tu alma; pues de aquí te nacerá el horror y hastío de las conversaciones humanas y sólo gustarás de hablar del bien eterno que deseas; y con la fuerza del amor, que transformará tu ser en el amado, desfallecerá el ímpetu de las pasiones y llegarás a sentir algo de aquel martirio dulce que yo padecía cuando me querellaba del cuerpo y de la vida; porque me parecían duras prisiones que detenían mi vuelo, aunque no mi amor. Oh, hija mía, olvídate de todo lo terreno en el secreto de tu silencio y sigúeme con todo tu fervor y fuerzas, para que llegues al estado que tu Esposo te convida, donde oigas aquella con­solación que a mí me entretenía en mi dolor de amor: Paloma mía, dilata tu corazón, y admite, querida mía, esta dulce pena, que de tu afecto está mi corazón herido. Esto me decía el Señor, y tú lo has oído repetidas veces, porque al solo y silenciario habla Su Ma­jestad.